Las doce y diez. Fermín ya estaría inquieto en el sofá,
seguro que estaría medio adormilado envuelto en la mantita de cuadros. Pero
apenas era capaz de quedarse dormido diez minutos seguidos. El tresillo era corto
para Fermín, que no podía estirar las piernas del todo. Siempre se quedaba adormilado en posición
fetal, cosa que, pasados esos diez minutos le levantaba un hormigueo en la
espalda muy incómodo. Al final se levantaba trasegando eructos y con dolor de
cabeza. Pero no siempre ocurría así, ni siquiera en ese orden. Pero ya habían
pasado de las doce y, ya digo, estaría pensando: dónde se habrá metido ésta,
con lo tarde que es…
La cena fue genial, la
lubina perfecta, en su punto. El postre hummmmm.. vaya postre. María y Pilar,
Pilar y María. Desde la Residencia quedamos todos los años en vernos, sin
parejas, que son un engorro para estas cosas, cenar, contarnos cosas, en fin,
cómo nos va la vida. Es una cita ineludible, nos reímos…en fin, somos como
hermanas.
¡Huyy es tardísimo!,
Fermín estará preocupado, yo me voy, dijo a sus amigas. Cogió el abrigo del
respaldo de la silla y se lo colocó sobre el brazo mientras besaba a sus amigas
en la despedida. Salió del restaurante. Casi eran y veinte ya, pero su casa estaba
a quince minutos de allí. Cera adelante aligeró el paso y, poco a poco,
equilibrando la respiración, fue bajando el ritmo. Estaba templadita la noche.
Un largo verano acababa de morir y el otoño se hacía presente con temperaturas
más bajas de noche, pero no se notaba frío, sólo una insinuante brisa
fresquita. Pura energía para los pulmones. De repente una sensación la alarmó,
presentía pasos tras ella. Se volvió y no vio a nadie. Sintió miedo y resolvió
andar más deprisa; al doblar una esquina volvió a tener la impresión de que la
seguían. Pensó volver la cara pero no hizo caso a su mente y al querer acelerar
tropezó con un adoquín que sobresalía de la calzada y cayó al suelo. Una punta
del tacón izquierdo quedó encajada en el hueco flojo que dejaban dos adoquines
juntos y al tirar para arriba quedó su
pie, delicadamente arropado por la media, desnudo. Entró en pánico cuando el ruido
de unos pasos se aceleraban en su dirección detrás de ella.
En esos momentos su
alisada y perfectamente cortada media melena
castaña aparecía desarbolada y salvaje, medio iluminada en escorzos
discontinuos por distraídos haces de luz amarilla de una farola situada a escasos metros.
Alguien respiró hondo
cuando, por fin, llegó a su vera. Ella, desde el suelo giró su cabeza hacia
aquella persona y el terror le dilató los ojos hasta ahogarle un grito ya
iniciado. La noche mantenía una suave armonía de fresco silencio otoñal porque
ya no había coches que entorpecieran el idílico ensamblaje de la naturaleza y
el nocturno paisaje urbano. “Disculpe
señorita, le dijo el chico equilibrando por fin su respiración tras la
carrera. Cuando cogió usted el abrigo en
el restaurante se le cayeron las llaves. Supuse que eran importantes y salí
corriendo para devolvérselas. Aquí las tiene”.
A los cinco minutos,
Fermín oyó el roce metálico en la cerradura y el tintinear de las campanitas
chinas colgadas en el techo del hall que se movían y siseaban con dulzura
cuando la puerta de la calle se abría y el aire meneaba su estática somnolencia.
Ya te echaba de menos, le susurró en el beso. ¿Todo bien?. Perfecto, dijo ella.