martes, 22 de octubre de 2019

Las doce y diez


Las doce y diez. Fermín ya estaría inquieto en el sofá, seguro que estaría medio adormilado envuelto en la mantita de cuadros. Pero apenas era capaz de quedarse dormido diez minutos seguidos. El tresillo era corto para Fermín, que no podía estirar las piernas del todo.  Siempre se quedaba adormilado en posición fetal, cosa que, pasados esos diez minutos le levantaba un hormigueo en la espalda muy incómodo. Al final se levantaba trasegando eructos y con dolor de cabeza. Pero no siempre ocurría así, ni siquiera en ese orden. Pero ya habían pasado de las doce y, ya digo, estaría pensando: dónde se habrá metido ésta, con lo tarde que es…
 La cena fue genial, la lubina perfecta, en su punto. El postre hummmmm.. vaya postre. María y Pilar, Pilar y María. Desde la Residencia quedamos todos los años en vernos, sin parejas, que son un engorro para estas cosas, cenar, contarnos cosas, en fin, cómo nos va la vida. Es una cita ineludible, nos reímos…en fin, somos como hermanas.
 ¡Huyy es tardísimo!, Fermín estará preocupado, yo me voy, dijo a sus amigas. Cogió el abrigo del respaldo de la silla y se lo colocó sobre el brazo mientras besaba a sus amigas en la despedida. Salió del restaurante. Casi eran y veinte ya, pero su casa estaba a quince minutos de allí. Cera adelante aligeró el paso y, poco a poco, equilibrando la respiración, fue bajando el ritmo. Estaba templadita la noche. Un largo verano acababa de morir y el otoño se hacía presente con temperaturas más bajas de noche, pero no se notaba frío, sólo una insinuante brisa fresquita. Pura energía para los pulmones. De repente una sensación la alarmó, presentía pasos tras ella. Se volvió y no vio a nadie. Sintió miedo y resolvió andar más deprisa; al doblar una esquina volvió a tener la impresión de que la seguían. Pensó volver la cara pero no hizo caso a su mente y al querer acelerar tropezó con un adoquín que sobresalía de la calzada y cayó al suelo. Una punta del tacón izquierdo quedó encajada en el hueco flojo que dejaban dos adoquines juntos y  al tirar para arriba quedó su pie, delicadamente arropado por la media, desnudo. Entró en pánico cuando el ruido de unos pasos se aceleraban en su dirección detrás de ella.
 En esos momentos su alisada y perfectamente cortada media melena  castaña aparecía desarbolada y salvaje, medio iluminada en escorzos discontinuos por distraídos haces de luz amarilla de una farola situada  a escasos metros.
 Alguien respiró hondo cuando, por fin, llegó a su vera. Ella, desde el suelo giró su cabeza hacia aquella persona y el terror le dilató los ojos hasta ahogarle un grito ya iniciado. La noche mantenía una suave armonía de fresco silencio otoñal porque ya no había coches que entorpecieran el idílico ensamblaje de la naturaleza y el nocturno paisaje urbano. “Disculpe señorita, le dijo el chico equilibrando por fin su respiración tras la carrera. Cuando cogió usted el abrigo en el restaurante se le cayeron las llaves. Supuse que eran importantes y salí corriendo para devolvérselas. Aquí las tiene”.
 A los cinco minutos, Fermín oyó el roce metálico en la cerradura y el tintinear de las campanitas chinas colgadas en el techo del hall que se movían y siseaban con dulzura cuando la puerta de la calle se abría y el aire meneaba su estática somnolencia.
 Ya te echaba de menos, le susurró en el beso. ¿Todo bien?. Perfecto, dijo ella.